Extracto de Un terrible, desesperado y feliz silencio, de António Lobo Antunes, publicado hoy en "Babelia":
"A principios de marzo acabaré la novela que empecé a escribir en junio de 2002. Debería estar contento: es mejor ella sola que todo lo que he publicado hasta ahora, sumado y multiplicado por diez. Durante veinte meses le dediqué prácticamente las veinticuatro horas de cada día, la escribí desencantado, con una constante voluntad de destruir lo que iba haciendo, sin saber bien hacia dónde iba, limitándome a seguir a mi mano, en un estado próximo a los sueños, y al comenzar a revisarla, sorprendido, me pareció compuesta, más que compuesta dictada por un ángel, por una entidad misteriosa que guiaba mi estilográfica. Fueron veinte meses en un estado de sonambulismo extraño, descubriéndole, durante las correcciones, una coherencia interna que se me había escapado, una energía subterránea, volcánica, de la que no me creía capaz. Debería estar contento: no lo estoy. En primer lugar, porque no hay en mí asomo de vanidad. Soy demasiado consciente de mi finitud para eso y muchas veces recuerdo lo que el abogado de Howard Hughes, el millonario estadounidense, respondió al periodista que, poco después de la muerte de su cliente, le preguntó cuánto había dejado Hughes. El abogado dijo
-Lo dejó todo
y yo dejaré solamente, además de todo, unos libros y, espero, alguna añoranza en las pocas personas que me conocieron y me hicieron el favor de quererme. Nada más. En rigor, llegamos demasiado tarde a algún conocimiento de la vida que de poco nos sirve. [...] Me fastidia tal vez tener, con suerte, tiempo para dos o tres libros más antes de que las aguas se cierren definitivamente sobre mi cabeza: he ahí la verdad. Lo veo injusto, puesto que siento en mí, con ganas de subir a la superficie, no dos o tres libros sino un puñado de ellos. Comienzo a tener una idea de lo que es escribir, comienzo a entender un poco lo que se puede construir con las palabras, comienzo, muy difusamente, a distinguir algunas lucecitas tenues en la profunda oscuridad del alma humana. Y ahora, cuando debería comenzar, siento y sé, en la carne, el limitado espacio que me queda. Dios mío, esto es frustrante: yo dispuesto a empezar y el tiempo escapándoseme. No tengo la menor idea de cuál será el libro siguiente, los libros siguientes y, no obstante, los siento vivos, dentro de mí, como el salmón debe sentir sus huevos. Me resta intentar que salga de mi cuerpo el mayor número posible. Y pienso en María Antonieta, ya en el cadalso, dirigiéndose al verdugo:
-Sólo un minuto más, señor verdugo.
Eso es: sólo un minuto más, señor verdugo, sólo unos minutitos más, señor verdugo".
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